El sol comenzaba su lento descenso desde el cénit cuando los cinco valientes llegaron al castillo. Sus armaduras resplandecían (bueno, sólo la del druida, que era la única de metal, ya que el resto eran de trapitos de cuero de nenas) y todos avanzaban erguidos como excelsas estatuas, excepto alguno que olía mal.
El capitán de la guardia los recibió y les encomendó su misión. Como habían llegado los últimos (aunque el mago insistió en que no llegaron ni tarde ni pronto, sino cuando se lo propusieron), el susodicho jefe de tropas les encomendó la ardua tarea de infiltrarse en una terrible banda de ladrones, contrabandistas y matones a sueldo que intentarían frustrar las fiestas de la pacífica ciudad, que se celebrarían en unos pocos días.
Los cinco aguerridos aventureros partieron sin demora hacia los bajos barrios de la ciudad en busca de información, de alguna manera de infiltrarse en la banda y de vodka.
Tras pasar la muralla, donde tuvieron un diálogo más o menos formal con el guardián, llegaron a la zona “esquinas-con-4-mendigos-por-cada-2”, y en seguida hallaron un tabernáculo de tres pisos cuyo icono eran dos jarras entrechocándose. El guerrero echó un vistazo al interior del lugar, y acto seguido todos entraron.
Al mago, de repente, le asaltó una sed insaciable, y dando saltos se sentó en un taburete de la barra pidiendo al camarero, que tenía cara porcina, un buen vaso de licor. El resto se dedicó a buscar lugares estratégicos dentro del bar.
En la estancia había cinco medianos en una mesa, unos cuantos enanos en otra y un grupo de fornidos orcos con pintas de mala leche y más armados que un portaaviones de katanas, en un rincón discreto. Por lo demás había entre 15 y 20 personas más de escasa importancia en el local.
El guerrero buscó un lugar oscuro y discreto, desde el que observar toda el pub… taberna… cuchitril… bueno, desde el que observar “eso”. Trató de iniciar una conversación con dos enanos que estaban cerca de él pero fracasó, así que se marchó a otro lugar más oscuro dentro de la taberna, malhumorado.
El pícaro esperó a que uno de los medianos del grupito se acercara a la barra para intentar emborracharlo y sacarle información.
El monje fue a los servicios, donde encontró a un enano con la guardia bajada… digooo, la bragueta bajada. Con un poco de persuasión, el monje logró lo que deseaba, y el enano salió altivamente de los servicios tras guardar el canario en la funda.
El druida, finalmente, pidió una baraja de cartas al tabernero, quien se la dio, a cambio de un 20 por ciento de lo que ganara con ellas. Se sentó en una mesa cercana a los orcos, esperando llamar su atención con algún juego de cartas… pero tras recibir una severa reprimenda del tabernero porcino por esparcir las cartas hasta encima de la lámpara en un alarde de torpeza, se desanimó un poco. Pero al poco se le acercó un enano, al que le empezó a hacer un truco de magia.
En ese instante, el mago tomó consciencia de la misión que tenían entre manos y ofreciendo amablemente el resto de su copa al parroquiano que estaba a su lado (el cual la agradeció con ojos vidriosos), se acercó al grupito de medianos que quedaban en la mesa, iniciando una amena charla con ellos. Intentó hacer un hechizo de reconocimiento de armas en la jeta de uno de los medianos, pero le detuvo el movimiento de manos con una afilada daga, así que cambió de opinión y lanzó un hechizo aturdidor al mediano hostil (dejándolo cual vegetal en estado vegetativo), y conversó con el resto.
El pícaro, para entonces, ya había hurtado al mediano con el que entablaba conversación, siguiendo las ancestrales costumbres de su raza.
De repente, un mediano de los discretos, se le había acercado al guerrero por la espalda, blandiendo una ominosa daga. Le clavó la puntilla en el riñonar, haciendo la presión justa, y le susurró en imperativo tono amenazante: “¡la bolsa!”.
Ahí fue donde comenzó el cataclismo. Aprovechando su habilidad de piruetas, el guerreo se imaginó huyendo de su atracador con un grácil triple salto mortal hacia adelante desenfundando sus armas (y todo sin siquiera derramar el cubata), ante las atónitas miradas de la gente del bar.
Pero lo que en realidad pasó fue que al intentar saltar, se tropezó con la mesa y cayó de morros contra el mugriento suelo del local. Las espadas se le salieron de las fundas y su dinero rodó por todas partes, siendo recogido por ávidas manos amigas de lo ajeno, mientras todo el mundo reía de su torpeza.
Furioso, el guerrero se levantó, guardó sus espadas, recogió la bolsa del dinero del suelo… y sacó su cartucho de dinamita. Blandiéndolo por encima de su cabeza como si fuera una antorcha, rugió:
- ¡Como no vea ahora mismo las 100 monedas de oro que me habéis robado sobre esa mesa, la explosión de este cartucho de dinamita será la última de vuestras preocupaciones! ¡¡Hijos de puta!!
/* Aquí el máster se quedó totalmente perplejo (como para no)*/
Dos medianos agarraron por la espalda al guerrero, y lo sacaron del local por una de las ventanas que no tenía cristal ni cacho de cartón que sustituyera “provisionalmente” alguna ventana. El guerrero cayó de bruces al asfalto, mientras en el local todos se reían de la hazaña.
El truco de magia le había salido mal al druida, así que torpemente volvió a recoger la baraja del suelo. El monje, que había visto el lamentable espectáculo del guerrero al salir del servicio, le arrebató las cartas al druida y se acercó a los orcos, ofreciéndoles echar una partida de cartas, a lo que respondieron gratamente.
El druida mientras, aprovechando que el mediano al que le había hecho el truco aún reía, revolcándose por el suelo, se escabulló al piso superior.
En aquel piso había lindas señoritas elfas ligeras de ropa que reían en un salón al fondo, mientras que de las puertas cerradas de las habitaciones del pasillo salían gemidos obscenos. En el piso de abajo se produjo un evento que el druida no alcanzó a oír.
En el piso de abajo, el mago había logrado que los medianos le informaran acerca de una tienda de “frutas” de un pariente de uno de ellos, aunque por las miradas que se echaban entre ellos, la tienda de “frutas” no era más que una tapadera de alguna otra cosa.
El pícaro, feliz por el saqueo, seguía bebiendo con el mediano, y el monje comenzó a repartir las cartas…
- ¡BLAAAAM!
- ¡¡¡¡A VER, HIJOS DE PUTA!!!!
El guerrero había abierto la puerta de una patada, y en sus manos agitaba el cartucho de dinamita… encendido. Lo arrojó sobre la barra, lanzó un hechizo de oscuridad temporal y salió corriendo del local, escondiéndose en un callejón cercano.
El local se convirtió en un caos, por todas partes había gente que se abalanzaba hacia la puerta, y muchos de ellos chocaban contra el marco al intentar fugarse, puesto que con el hechizo de oscuridad no veían nada. El pícaro, confundido en la multitud, logró escapar y se reunió con el guerrero en el callejón.
En ese instante, el mago saltó la barra, agarró la bomba y, con unos reflejos increíbles, volvió a saltarla, con el objeto explosivo en sus manos, y lo depositó debajo del aturdido tabernero, que se había golpeado contra la puerta. Con eso bastaría para amortiguar parte de la explosión. Hecho esto, volvió a saltar la barra para protegerse de la explosión mientras la gente seguía saliendo a todo correr.
El monje agarró a uno de los orcos y lo usó de escudo frente a la bomba.
En el piso de arriba, el druida intentaba estrechar lazos en el salón de las señoritas elfas…
- ¡¡¡¡BOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOM!!!!
Un estruendo sacudió todo el local entero, el druida perdió el equilibrio, cayendo al suelo y una señorita elfa se le cayó encima.
En el piso de abajo, la puerta pasó a ser un enorme boquete negro llameante y todo el local se llenó de sangre. El monje soltó al orco, que, sorprendentemente, aún seguía vivo, e intentó aturdirle de un puñetazo. El orco se dio la vuelta, pero de un certero puñetazo, cayó la mole pesada sobre la mesa de juego, totalmente inconsciente. Sorteando cadáveres, subió al piso de arriba, junto con el mago.
Allí, vieron como la señorita elfa que se le había caído encima al druida le cruzaba la cara de una bofetada cuando sin querer le tocó una parte íntima del cuerpo al ayudarla a levantarse… “vaya mujer más estrecha”, pensó el druida.
Tras unas breves explicaciones, el monje salió de la estancia por una ventana con escalerilla, cayendo dentro de un cubo de basura, con lo que pasó a oler peor aún. El druida prefirió bajar al piso de abajo para salir por la puerta, recogiendo antes la baraja de cartas, y el mago le siguió, arramblando con cuanto objeto de valor halló en el local. También recogió lo único que quedaba del tabernero: su mano, y se la guardó en la mochila.
En el callejón, todos reunidos, el guerrero sonriente y satisfecho ayudó al monje a salir del cubo de basura. Entre risas le dijo:
- Cada día me caes mejor.
Cabreado, el monje le echó la bronca por lo que había hecho en el local. A lo que el guerrero insistía en que les había salvado la vida. Además, notó que el mago salía del local muy contento, y que su bolsa abultaba más.
- ¿Así que has logrado un botín, eh, amigo? Podrías compartirlos con tus camaradas.
- Yo no he cogido nada – dijo el mago.
El guerrero desenvainó la espada y, empujándolo contra una pared, le acercó el filo al gañote.
- ¡No me mientas!- dijo el guerrero.
El monje, mientras tanto, se acercó por detrás al guerrero y lo aturdió de un golpe certero, que dejó al guerrero sin conocimiento.
- Me olerás pero no me verás – dijo, orgulloso, el monje, contemplando al guerrero totalmente inconsciente en el suelo.
El pícaro, por su parte, había logrado saquear los bolsillos del mago, distraído como estaba con la punta de la espada del guerreo en la nuez.
Destrozados y cansados, el grupo decidió volver al castillo, y de paso curarse todos. Llevando al guerrero sobre los hombros, llegaron a la muralla de la ciudad. El pícaro se separó del grupo, y fue a la taberna que le habían indicado los medianos. El resto cruzó el muro, bajo la atenta mirada de los guardianes, y llegó al catillo.
En él, el jefe de la guardia les interrogó acerca de lo que habían averiguado, pues desconfiaba que en tan poco tiempo hubieran logrado averiguar algo de interés. Tras contarle que un grupo de misteriosos desalmados habían reventado una taberna, le hablaron del local al que había ido a investigar el pícaro.
El jefe de la guardia les respondió que no era nada nuevo para ellos la existencia de dicho local, y que si no tenían nada más que alegar los enviaría de nuevo a los barrios bajos para intentar hallar algo de información, insinuando que eran unos ineptos y unos inútiles.
Pero entonces el mago le habló de la “tienda de fruta” de los medianos. El guardia se quedó sorprendido, pues desconocía la existencia de dicha tienda. Les dijo que en cuanto amaneciera fueran a investigarla, pero mientas tanto les daría un tiempo para que se recuperasen de sus heridas y los mandaría a la zona chunga de la ciudad, una vez más.
Cenaron y reposaron, mientras el druida sanaba al guerrero y curaba los profundos zarpazos que la señorita elfa le había hecho en la cara. Sin embargo, antes de que el monje tuviera tiempo para darse una ducha, tuvieron que partir, puesto que en cuanto el guerrero se recuperó, intentó armarla amenazando a la guardia del castillo con el otro cartucho de dinamita que tenía. Desistió en su intento cuando una docena de arcos sincronizados le apuntaron a la cabeza.
- Cada día me caes mejor.- Le soltó el drow amigablemente al guardia una vez pasó la tension.
Escoltados por dos guardias goblins que les proporcionaron en el castillo, el grupo cogió sus pases y el del pícaro (necesarios para pasar por la muralla a partir de la medianoche), y cruzaron la fortificación, retornando a los barrios bajos.
Mientras caminaban por las calles, oyeron a algún grupo de medianos que decía algo así como “a ver, hijos de puta” con vocecillas agudas y luego reían a carcajadas. Las hazañas del grupo comenzaban a ser conocidas…
Sin previo aviso, el monje se abalanzó sobre el guerrero, haciéndole una presa que lo inmovilizó. El druida aprovecho para arrebatarle el otro cartucho de dinamita que le quedaba, haciendo caso omiso de la propuesta del guerrero de dinero a cambio del cartucho.
- Está visto que esto es un peligro en tus manos. Yo lo guardaré hasta que realmente nos sea necesario.
El guerrero, aunque enfadado por la traición de sus compañeros, admitió la derrota deportivamente y el monje lo soltó.
- Cada día me caes mejor.-Dijo el drow ... otra vez.
Mientras tanto, el pícaro había llegado a la taberna, era un lugar tranquilo plagado de gente con pintas de mover mucho dinero… había allí más snobs que en una gala de los óscar. En la barra, el camarero le sirvió una bebida mientras le insinuaba amablemente que no alterara el orden de su local, manteniendo en todo momento la compostura.
El pícaro asintió y se sentó en una mesa estratégica del lugar. Invitó a los de la mesa de al lado a una partida de dados con los dados que le había sisado al mago.
El grupo llegó a la altura de la taberna y observaron el interior. Tras ver al pícaro jugando animadamente y reuniendo información, el monje y el druida se quedaron vigilando fuera mientras el mago y el guerrero entraron en el local.
CHUKUNKUN... A ver vamos a cerrar enseguida, y por cierto no se pueden beber bebidas alcohólicas en la sala.