viernes, 11 de abril de 2008

EL SOLDADO HERIDO

“Todas las guerras son civiles,
porque todos los hombres son iguales.”



Un gélido dolor recorre cada nervio de mi cuerpo y sube por la espina dorsal hasta llegar al centro neurológico, haciéndome tomar dolorosa conciencia de mi grave estado. Caigo de rodillas, y después hacia un lado, junto al fusil. Me encierro en mi ser, lo que ocurra en esa maldita explanada ya me da igual.
¿Qué me impulsó a venir aquí? Todo empezó hace más de un año, más de un año atrapado en esta cruel e inútil guerra… me hizo olvidar lo que pensaba cuando tomé el avión hacia un país del que apenas había oído hablar.
¿Amigos? Puede que, en parte, en un principio, fuera uno de los motivos que me hizo venir. Pero todos mis amigos fueron reclutados junto conmigo. Combatí al lado de muchos de ellos, recibí noticias de otros tantos… ahora los he perdido a todos, todos ellos han caído, y sólo era cuestión de tiempo que cayera yo también.
¿Familia? “Para proteger y salvaguardar a todas las familias de nuestro país”, nos decían constantemente en el cuartel. Pero la guerra ha dividido a miles de familias, y ha acabado con muchas más. Tristemente, casi todas las familias de donde yo vengo han despedido a sus hijos, maridos, hermanos o primos con lágrimas en los ojos, sabiendo que nunca los volverían a ver.
¿Dinero? Cierto es que el dinero motiva en parte, aunque también es cierto que, aún si te ofrecen una millonada por tomar parte en una guerra de ambición, lo único que lograrás es ser un cadáver rico.
El dinero no sirve de nada si te encuentras tumbado de lado en el suelo, con una bala metida entre el hígado y el corazón.
Siento que me falta el aire, el proyectil ha debido perforar en parte uno de mis pulmones, me cuesta respirar. Allí, a lo lejos, zumban los obuses y a mi alrededor muchos valientes están danzando, danzando el macabro baile de la muerte, en la fiesta de cumpleaños de la parca.
Me pregunto cuándo me pedirá a mí que salga a bailar con ella, cuándo me llegará mi hora.
Un hilo de sangre me sale por entre las encías, estoy perdiendo mucha. Me arrastro penosamente hasta una encina cercana, con gran esfuerzo, logrando sentarme apoyando la espalda en su robusto tronco.
Echo un vistazo a lo que me rodea: un cielo gris, una pradera de muerte y cadáveres y mi fusil, abandonado, descansando en un charco de sangre. Lo miro como lo que realmente es, como no lo he mirado nunca, como un arma de muerte, porque es capaz de acabar con una vida tanto humana tanto animal con una facilidad pasmosa.
Tantas veces lo he tenido entre mis manos… tantas veces lo he usado para acabar con la vida de personas, que tendrían sueños y esperanzas, igual que yo, que mi familia, que mis amigos. Igual que las personas que más quiero. Siento una terrible repulsa hacia mí en ese momento.
Esto es lo único que se logra con la guerra: romper familias, perder amigo y morir, en el mejor de los casos. Puesto que los que han vivido una guerra así quedan marcados de por vida. Nunca vuelven a ser los mismos.
“La guerra nunca se ha lavado las manos, por eso la guerra apesta”, me viene a la mente esta frase, que uno de los soldados de mi batallón soltó en una ocasión. Sonrío y cierro los ojos.
Comienzo a recordar las caras de todas las personas que alguna vez han sido importantes para mí, dándoles a todos un último adiós.
Entonces la veo, la dama de negro. Guiña uno de sus ojos vacíos y me tiende su mano, pidiéndome que baile con ella esta pieza. Me levanto y tomo su mano, dispuesto a bailar su danza.
La negra danza de la muerte.

“Los hombres viejos hacen las guerras,
pero son los jóvenes los que luchan y mueren en ellas.”

2 comentarios:

Eneko Vélez dijo...

Muy interesante tio,de verdad, me ha gustado mucho...Quizás algún día me anime a escribir un relatillo...

Iñaki San Martín dijo...

Podríamos organizar un pequeño campeonatillo literario en el blog, podría ser interesante.

Creo que una vez ya propusimos algo así, a ver si esta vez lo llevamos a cabo, jejeje.

Gracias por el comentario, Séneko!

 

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