lunes, 5 de noviembre de 2007

Lest we forget (para el concursillo literario ese)

Todo acabó allá arriba, y si hubo un momento clave, fue simplemente aquél. El último. El final.
Por qué subió hasta allí, no lo supo. Ni entre sus esforzados jadeos escaleras arriba, ni una vez allí, no lo supo. Simplemente, sus pies fueron ascendiendo, uno detrás de otro, un gesto tan simple como cualquier otro, tan mecánico, tan humano. Tan desesperado. El dolor hacía ahora su camino de costumbre en sentido inverso. La oscuridad del alma se aventuraba por sus venas, hasta el corazón, ralentizándolo... ralentizándolo... Deteniéndolo. Luego seguía y seguía, se internaba en los músculos de sus piernas, harto ya fatigadas, y les daba vigor. Quizá la oscuridad también sentía curiosidad por lo que la luz pueda mostrar. Porque lo empujaba escaleras arriba. Escaleras arriba hacia lo más hondo. Escaleras arriba hacia la oscuridad de la luz.
Su mente se había desentendido ya de aquello; no había escaleras, ni edificio. No había un arriba. Tampoco un abajo. Y el único sitio al que ir era al pasado. A ese pasado que no deseaba, pero que le acompañaría siempre. Ella era luz y oscuridad. Su recuerdo también. Como todos. Su recuerdo era lo único a lo que su mente se aferraba, quién sabe por qué extraño motivo. Hacía mucho que no pensaba en ella. Su sonrisa se había ido difuminando poco a poco en sus recuerdos con el paso del tiempo. Su cuerpo. El contacto de sus labios. Todo era borroso. Salvo sus ojos; aquellos ojos azules sin nubes.
Aquellos ojos fueron lo único que vio mientras subía unas desconchadas escaleras de cemento, enterradas en cascotes y agujeros de bala. Su fusil golpeó su cadera rítmicamente cada peldaño de ascensión, insistente, reclamando atención. Pero era inútil; yacía completamente olvidado, y lo único que lo retenía junto aquél cuerpo lleno de ese calor que el fusil tanto odiaba, el calor de la vida, era la resistente correa en torno al cuello del joven.
De golpe, el joven abandonó aquella mirada azul y volvió a la realidad, cuando las escaleras llegaron a su fin. Acababan en una puerta, cuyo pomo, gélido como sólo la muerte puede estarlo, se quedó entre sus manos. Se quedó inmóvil. El chico que lo sostenía tenía miedo de seguir adelante. Más aún, estaba aterrorizado. Por la guerra. Aquella guerra envidiosa, desesperada y fraticida, como todas las demás, que había llegado hasta allí, ávida de destrucción, imparable. Insaciable. Era imposible que llegase hasta allí. Pero lo había echo.
Se quedó petrificado aquellos instantes, con cada lejana o cercana explosión, cada sonido de ráfagas de disparos, arrullándole el corazón, destrozándolo más que cualquier metralla. Sostenía el pomo indeciso, preguntándose a sí mismo por qué habría subido allí.

Abrió la puerta.

La cegadora luz del sol, por un momento, lo fue todo. Luego el mundo se oscureció. Ante lo que vio, sus ojos se bañaron en lágrimas. Avanzó varios tambaleantes pasos, descolgándose el fusil del cuello, hasta que sus piernas fallaron.

Cayó de rodillas.

Mientras su alma moría, su mente se cerró a aquél horror, y vio de nuevo aquellos ojos. Ojos del color del cielo, cielo que ningún humo de ninguna guerra oscurecería jamás. Lamentó que ya no hubiese tiempo para volver a encontrar aquella mirada. Entonces, murió.

1 comentarios:

Iñaki San Martín dijo...

Gran relato, Daedalus, hoy por fin he sacado tiempo para leerlo (porque estoy en prácticas de Sistemas Operativos).

¡Te acabas de ganar un polo de limón!

Jejeje.

Ahora en serio, muy grande tu relato, me ha gustado.

¡¡¡Ánimo ese escritor ahí!!!

 

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