A aquellas alturas el petardeo de los mosquetes, mosquetones, cañones y demás parafernalia habíanme reventado los tímpanos, aunque tampoco es que, dicho sea de paso, tuviese mucho interés en oír el silbido de las balas por doquier. Lo que sí alcanzaba a oír, por encima de aquél sordo zumbido, eran las imprecaciones de todo aquél que aún conservase el aliento. Porque si en algo eran diestros mis compatriotas, y reventar seseras y abrir tripas mal no se les daba, era jurar, y más por lo alto que por lo bajo. Se entiende que no digo que fuesen duchos a hacer promesas. De esas, no conocían más que tres o cuatro, todas variaciones de augurarle al enemigo su porvenir, mentando, no se olvide, a la puta madre que parió al susodicho, o de augurárselo a alguna moza de buen ver, sin olvidarse tampoco esta vez de mentar a la santa madre de la criatura.
Así se las gastaban mis compañeros, y yo no era menos, para qué mentir. Cagándome en todo lo barrido, descargué por última vez el fusil, descerrajándole un tiro entre ceja y ceja a un energúmeno que corría a grito pelado, despotricando contra todo lo que se moviera, y conseguí así calmarle bastante los ánimos. Una mirada a mi alrededor bastóme para comprobar que el color del enemigo comenzaba a proliferar como la mala hierba, y el nuestro, o lo poco que quedaba de él bajo el polvo de nuestros uniformes, a escasear alarmantemente. Por lo visto, alguien en nuestro lado había vendido la piel del oso mucho antes de cazarlo, y, lo que venía a ser los otros, lo que vendían era plomo, a granel y en cantidad, y entre nosotros, aunque la demanda fuese prácticamente nula, las transacciones se desarrollaron a puñados, despachando clientela a diestro y siniestro. Aquello parecía cosa echa, y el pato, como quien dice, íbamos a tener que pagarlo nosotros.
Sin embargo, el asunto me pillaba sin confesar, así que agarré el ya descargado fusil y me lié a limpio bayonetazo, y a culatazos y mamporrazos varios, haciendo alarde de destreza armamentística variada, sin importarme un ardite qué pobre diablo se llevaba su parte en aquella manta de hostias. Enfrascado en tales menesteres hallabame cuando la algarabía, que en una batalla de la índole de aquella en la que participaba siempre es grande, se hizo aún más de notar. Entre la densa humareda, y el polvo, que me cago en la leche, si por un terruño de mala muerte había que luchar, se luchaba, no veía nada a tres míseros palmos de mis narices. Vislumbré siluetas que, como yo, se preguntaban, ofendidas, qué coño era aquél alboroto que interrumpía nuestro sacrosanto oficio. Comenzaron a cruzar aquella neblina de destrucción figuras, corriendo como alma que lleva el diablo, jadeando y sin poder respirar, ni mucho menos decir algo coherente. Cada vez eran más los que corrían, hasta que aquello se convirtió en una estampida de tres pares de cojones, que a duras penas pude esquivar. Contemplé uniformes amigos y enemigos, todos corriendo, sin saber muy bien de qué iba todo aquello. De pronto, alguien tocó a retirada en nuestra lengua, y comprendí por fin que todo aquél jaleo de gente desorganizada era una honrosa retirada estratégica por nuestra parte, a la cual se había unido algún que otro enemigo despistado. A correr tocaba, pero no tuve tiempo ni para decir esta boca es mía antes de que un patán se estrellase contra mí y me derribase. Rodamos los dos por el suelo, pero el tío ya habíase incorporado y puesto pies en polvorosa antes de que me enterase siquiera de qué diablos había ocurrido, y desapareció en la densa nube de humo como si jamás hubiese existido.
Se me inundaron los ojos y pulmones de polvo. Tosiendo, y cegado, tanteé con las manos en busca de mi fusil. Mis manos se cerraron en torno a una vara de madera, así que me conformé con intentar abrirme paso con una pica por medio campo enemigo. Gritando como un poseso, asiendo la pica fuertemente con ambas manos, eché a correr, con la cabeza gacha, dispuesto a embestir cualquier cosa que se interpusiese en mi camino. Porque en aquellos momentos corría y luchaba por mi vida. Los enemigos debieron captar lo que aquello implicaba, porque nadie trató de detenerme. Entre el polvo, la carrera, y el griterío que yo solito estaba produciendo, porque, joder, un energúmeno, lanza en ristre, gritando como un puto loco poseído por Satanás, y los ojos inyectados en sangre, disuade más que uno que lo hace a la chita callando, apenas sí me llegaba oxigeno a alguna parte del cuerpo. Mis extremidades estaban comenzando a colapsarse, mi vista, a nublarse. Sin embargo, aún pude escuchar como un alboroto distinto al de antes se formaba rápidamente a mi espalda. Me pregunté qué coño querrían ahora. Sin dejar de correr, miré atrás, y vi como la mitad de mi regimiento corría hacia mí, todos ellos aullando como locos, destrozando a todo aquél del otro bando que se encontrasen. Me pregunté cuándo demonios había adelantado yo a toda aquella tropa, colocándome en cabeza. Seguí corriendo. A izquierda y a derecha, rostros enemigos me miraban con ojos como platos, unos incrédulos, otros pidiendo explicación. Les devolví una mirada que daba a entender que yo tampoco tenía idea de qué iba aquello, mientras continuaba a lo mío, ósea, correr. Miré al frente y descubrí a uno del otro bando que corría en dirección contraria a la mía. Pensé que aquél tontaina se habría confundido de dirección, hasta que me di cuenta de que venía directamente hacia mí. Con un sable en la mano, el muy hideputa.
Cuando ya se me echaba encima, apuntalé la pica con un pie, dispuesto a aprovechar el impulso del otro para convertirlo en pincho moruno. Sin embargo, cuando bajé la punta de la pica, descubrí que no lo era tal. El mástil no estaba rematado en una punta metálica, sino que tenía sujeta una bandera, nuestra bandera. Así que al rebuscar en el suelo, lo que mis manos habían encontrado era uno de nuestros estandartes. Pues estábamos buenos. Aunque, a decir verdad, al tipo del sable, aquella diferencia a poco le supo, porque la hostia que se dio contra el estandarte fue de campeonato. Llegado había el momento de volver a correr, pero mi cuerpo parecía opinar diferente. Exhausto hasta decir basta, con las piernas molidas, decidí quedarme donde estaba. De pie, eso sí, que uno tiene su orgullo, y con la bandera al hombro, ya que estábamos. Varios soldados enemigos ya se me estaban echando encima cuando una marea del color de mi uniforme pasó a toda velocidad, despachándolos al otro barrio como si tal cosa. Pasaron de largo, pues su ímpetu era ya irrefrenable. Cuando hubieronse llevado la polvareda con ellos, pude contemplar el camino por el que habíamos venido. Todo eran cadáveres enemigos, el terreno destrozado como si una manada de elefantes lo hubiese atravesado repetidas veces. Y más allá, pude ver a nuestros oficiales, que parecían mirar a algún punto cercano a mí con incredulidad. Y, de golpe y porrazo, me di cuenta de que en esa dirección estaba nuestro punto de retirada. Me extrañó, entonces, que todos hubiésemos corrido en dirección contraria. Con la mente abotargada, miré la bandera y comprendí que yo era el único que había corrido en dirección equivocada. Los demás, a santo de algo, al verme, habían detenido su retirada y dado la vuelta, hacia un enemigo más numeroso y que hasta el momento nos había echo retroceder. Y habían cargado no siguiendo al tipo que daba berrinches bajo una bandera, sino a la bandera misma.
Me giré y contemplé la escabechina que estaban haciendo mis compañeros. Estaban a punto de dar cuenta de los últimos enemigos, que se batían en retirada. En cualquier otro momento me habría unido felizmente a ellos, pero mi mente estaba demasiado atolondrada. Cualquiera en mi situación habría comenzado a imaginar ascensos, mujeres, medallas, mujeres y mujeres que derivarían de todo aquello. Algún que otro habría ocupado la cabeza con pensamientos patrióticos. Yo, sin embargo, sólo podía pensar una cosa:
Santo cojón.
2 comentarios:
Jajaja, que buen relato!
Me recuerda a Alatriste.
Me ha gustado, con el castellano antiguo y las frases, has clavado el relato!
Buena manera de reunirte a escribir en el blog!
Interesante, Daedalus.
Ah, y una recomendación a "Un Día de Cólera" de, Pérez-Reverte.
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